jueves, junio 01, 2006

Bajarlas

Fósforo Sequera


Noche sabatina. Alientos de menta, tabaco y ron que se mezclaban en la pista de baile, donde las hipocresías daban rienda suelta a un barato juego que, a la postre, puede salir costoso para quienes se atreven a intentarlo. Allí, en un rincón de aquella especie de burdel, se mantenía tímida contra la pared. Ella, sin tener alguna copa en mano, nos invitaba a brindar por los momentos de sensualidad que se evocaban en medio de aquel bolero, canción que nos hablaba de angustia y de nocturna pasión junto al mar. Allí estaba ella, perdida entre lentejuelas y humo de cigarrillo, mostrando una mercancía ya conocida, advirtiendo que su compañía podría ser necesaria en momentos en el que el desamor y la pena suelen atacar sin piedad alguna. Unos se acercaban con indiferencia, como si ella no existiese en aquel recinto. Otros, mucho más atrevidos, la procuraban para tenerla de compañera, amante ruidosa que recibe ebrias caricias, ebrios lamentos, lágrimas y varios tragos de licor derramados en sus sienes. Otro trago de ron en la barra me indicaba que la farra sería más larga que de costumbre. De un solo viaje, el ron bajaba raudo por mi esófago para ir alimentando la explosión que vendría al cabo de unos tragos más. Observaba como ella quedaba sola, esperando que alguno de los presentes se decidiese a brindarle algo más que compañía. En medio de los acordes de un viejo bolero de La Sonora Matancera emprendí la pequeña caminata que me llevaría a su encuentro. Lentamente iba caminando hacia ella, en medio de aquel derroche de trapos fastuosos de barata manufactura y de mujeres esperando por la oferta para un carnal encuentro anónimo. Seguía allí, contra la pared, casi escondida para no despertar sospechas, pero esperando a ver quién se atrevía a pagarle su barato precio para seguir siendo parte de un show que se repite cada noche. Una vez frente a ella, mis ojos fueron recorriendo su cristal rayado de tantos vasos que alguna vez se colocaron sobre ella, mientras la voz de una de las putas intentaba que le comprase unos minutos ardientes a una cifra capaz de destrozarme los bolsillos, precio que no pretendía pagar para poder bajar unas pantaletas. Debajo de aquel cristal se veían frases que daban a entender despechos, pasiones pasadas y cualquier tipo de decepciones en el plano amoroso. Al fondo, una voz quebrada en caña embutida cantaba “aquel cabaret…donde te encontré…perdida” me advertía la presencia del siempre inoportuno borracho de ocasión. Metí la mano en el bolsillo derecho de mi pantalón. Entre llaves y condones se escondían dos monedas de 500, vehículos que me permitirían escuchar a La Lupe con sus insustituibles Qué te pedí y La tirana, así como al Inquieto Anacobero con su Virgen de medianoche y a Rolando La Serie con su versión de Hipócrita. Mi par de monedas fueron a parar a la ranura ubicada en la parte superior de aquella vieja rockola que parecía detenerse en el tiempo. Seleccioné los temas uno a uno A3, B8, C5, F7 y me devolví a la barra para buscar otro trago de ron, mientras la puta seguía haciendo ofertas para hacer del placer un festín de treinta minutos, nada más. Una vez sentado en el alto banco que enfrenta a la barra mientras sonaba el primer tema de La Lupe mediante una agradecida rockola, recibí un inesperado mensaje en mi celular que decía “Trae tus ganas que yo pondré las mías. Estoy sola. Te espero”. Sin pensarlo mucho la llamé, sintiendo en su voz la necesidad de unos tragos y dejar que las ganas y la compliciad hiciesen su cometido. Pagué mis tragos y me dispuse a salir de aquel recinto para dirigirme a un encuentro con la lujuria y el despecho, encuentro que no había planificado. Esa noche, al encontrarme en su apartamento, viendo como su sensual figura se brindaba en seductora ropa y gestos, alcohol y despecho mediante, sabría que las bajaría, y de qué forma.