jueves, junio 01, 2006

Ciertas patologías

Jorge Gómez Jiménez

Entraron enloquecidos, vibrantes, ebrios de sí mismos, tropezando con todo, lanzando a la alfombra lámparas y juegos de llaves y joyas minúsculas y muy molestas bajo los pies, inventando maneras ilícitas de desvestirse sin interrumpir los besos, olvidando rigores esenciales del confort como encender el aire acondicionado o bajar las luces, delirando en el primer contacto cuando la piel desnuda parece un manto de terciopelo pues aún no ha sido lubricada por el sudor, agotando gratificantes posturas y gimientes aullidos y torturantes pellizcos antes de alcanzar el largamente postergado clímax.

Descansaron unos minutos evitando ser vencidos por el sueño para asearse, ella se levantó primero y él pudo voltear para admirar ese maravilloso y escultural y ondulante cuerpo y decirse no puedo creer que he estado dentro de ese volcán, y cuando ella se perdió tras la puerta del baño él buscó con la mano el botón del aire acondicionado e hizo ademán de levantarse, aunque realmente encendió un cigarrillo que fumó a grandes y cansadas y satisfechas bocanadas mientras pensaba en su suerte.

Él había entrado al restaurante nada más a orinar y ella estaba solitaria sentada en una de las mesas, y cuando él pasó de regreso ella lo miró amenazante, feroz con sus ojos de almendra y sus pómulos pronunciados y su piel oscurísima y él se dio cuenta entonces de que había una orquesta y algunas parejas bailaban, ella asintió como si él hubiera tenido tiempo de invitarla y bailaron muy juntos, conversando sólo lo indispensable, alterando el ritmo natural de la música con impulsos propios, decidiendo ahí mismo la fuga a recintos más íntimos.

Cuando ella salió del baño ya el cigarrillo estaba en franca agonía y él quiso acotar lo mucho que le habían excitado ciertos gemidos que ella desbocó durante el clímax, cuando sus ojos parecieron despedir lenguas de fuego y todos los vellos de su piel se erizaron y sus uñas intentaron peligrosamente rasgarle la espalda y su cuerpo se convirtió en una oscura túnica ondeante sobre él, pero prefirió asearse antes y así a su regreso iniciaría una conversación digna del momento y aprovecharía para explorarla un poco y saber de ella y quizá hasta prepararla para una nueva y más fogosa andanada.

Tomó una ducha rápida previendo que ella podría estar cansada y se dormiría si él tardaba mucho, y sonrió secretamente cuando volvió y la encontró recostada en una postura sugerente y terminando un cigarrillo, y siguiendo su pequeño plan habló de los gemidos que le habían excitado tanto y ella esbozó una sonrisa diminuta y lo atrajo hacia sí y le dio un largo beso, y le dijo con voz muy baja como si estuviera confiándole un secreto que siempre que se acercaba al clímax se transformaba, quizás porque estaba condenada desde niña a ser una pantera, y él rió la ocurrencia y encendió otro cigarrillo y se levantó de la cama para traer un vaso de agua del que ambos bebieron con avidez.

No tardaron mucho en estar dispuestos para la segunda sesión y esta vez sí cuidaron los detalles, y él pudo a media luz ver cómo a ella se le distendía la mandíbula y entre sus dientes blanquísimos su lengua palpitaba como un animal con vida propia y en celo, y pudo disfrutar de los contrastes cromáticos del cuerpo monumental en el que estaba entrando y del contraste sensorial del aire frío con su cuerpo en ebullición, y se excitó hasta el borde de la depravación cuando ella lo asió con sus manos y sus piernas y en ágil maniobra cambió de postura y lo lanzó contra la cama y se alzó sobre él, y sus ojos y su piel y sus uñas y su cuerpo en su totalidad empezaron de nuevo a estallar.

Se asearon juntos y con expresión satisfecha y quizás con prisa porque deseaban dormir un rato antes de un eventual tercer encuentro, y ella le preguntó si de nuevo le había parecido que se transformaba, y él la besó y le ratificó su impresión y hasta se permitió bromear y llamarla mi pantera, y ella hizo un mohín y se lamentó de que él no creyera que realmente estaba condenada desde niña a ser una pantera, pero le prometió que si no opinaba al respecto le contaría con gusto su historia en la cama, y él puso como única condición que tras la historia vendrían al menos unas pocas horas de sueño antes de la siguiente sesión.

Ambas promesas fueron cumplidas, pues ella contó su historia y luego encendió un cigarrillo y él no dijo nada excepto las buenas noches, y mientras se deslizaba plácido a las más profundas regiones del sueño pensaba en la locura de ciertas gentes y en ciertas patologías que inducían a las personas al vano juego de intentar convencer en relación a la veracidad de historias absurdas como la de ella.

Decía haber apedreado cuando niña al pequeño perro de la vecina hasta darle muerte, decía que esa noche dos enormes perros entraron por la ventana de su cuarto y le hablaron en forma pausada y con educación pero severamente, decía que los perros que la habían visitado eran algo así como representantes de la autoridad animal, y decía que ellos la habían condenado a ser una pantera cada vez que sus más remotos instintos afloraran, y él como es natural no creyó nada pero había prometido no opinar y hasta una sonrisa habría sido una opinión y simplemente viró sobre sí mismo y se durmió.

Ella no estaba cuando las horas cumplieron el ciclo en el que exterminan a la noche y los policías irrumpieron en la habitación, y el empleado que les había cobrado y dado la llave dijo que era extraño porque estaba seguro de que el hombre muerto con la espalda rasgada como si hubiera sido de papel había entrado con una mujer alta y de tez morena, y aunque alguien que sirvió de testigo dijo haber oído el rugido de un felino salvaje y ese testimonio permitía elucubrar coherentemente que la mujer había sido llevada fuera del hotel por la fiera, no se encontró otro cadáver en las cercanías ni hubo manera de explicar qué diablos hacía una pantera en pleno centro de la ciudad.